sábado, 3 de octubre de 2015

Fósforo blanco

Los que nos dedicamos a esto —a escribir, digo, y a escribir sobre el escribir— mandamos nuestros libros a mucha gente y solemos recibir libros —y manuscritos— de mucha gente. Dada la incerteza de la distribución (y aún más de la venta), es una de las formas que tenemos de asegurarnos de que nuestros libros lleguen a los potenciales lectores. Y consideramos lectores potenciales a otros escritores y críticos, aunque esta asociación no sea siempre cierta: conozco a no pocos plumíferos que, si leen algún libro, es de cocina. En este tráfico bibliófilo, a veces llegan libros que no nos resultan indiferentes. Me ha sucedido hace poco con Fósforo blanco, el tercer poemario de Pedro Luis Casanova, un andaluz que es profesor de Física y Química en un instituto de su tierra, publicado por la tenaz y hospitalaria Siltolá. Hace una década y media, Casanova publicó, en un corto margen de tiempo, dos libros: La anatomía del eco —qué gran título— y Café. Luego, y desde 2001, nada más hemos sabido de él. Las pausas publicatorias, no necesariamente creativas, no son extrañas en el mundo de la poesía. Ha habido algunas formidables, como las de Angelina Gatell, una excelente poeta social, o José Hierro, que se pasó casi 30 años trabajando en el Reader's Digest y escribiendo crítica de arte, sin entregar nada nuevo a la imprenta. La de Casanova no ha sido tan acusada, pero revela, no obstante, un entrañamiento singular, un hacer reconcentrado y silencioso, a la busca de la mejor expresión posible. Fósforo blanco es un libro maduro, que denota a un autor consciente de sus gustos y su sensiblidad, y que sabe explotar al máximo sus posibilidades. Las dedicatorias y paratextos, encabezados por un prólogo de Juan Carlos Mestre y una cita del gran, del enorme Saint-John Perse —"oigo crecer la osamenta de una nueva edad terrestre"—, no dejan dudas sobre la naturaleza del libro, una exploración surreal de las esquinas del mundo, un ahondamiento en las perturbaciones de lo cotidiano y, al mismo tiempo, de las grandezas posibles de la vida: el amor, la literatura, la justicia. Este es el primer verso de Fósforo blanco: "Cierro los ojos, abro la mirada", toda una declaración poética y vital. Como un nuevo Tiresias, y siguiendo la milenaria tradición de la oscuridad como luz, Casanova propone la verdad en el apagamiento de lo común: renunciar al engaño de lo visible para descubrir la realidad en el centro en sombra de las cosas. En otro poema hablará de la "luz / por la que solo el ciego os llevaría". Con esta convicción, Fósforo blanco articula una sucesión de escenas hilvanadas por la realidad cruda y la penumbra visionaria. Un lenguaje de una intensidad metafórica insólita sacude cada página, cada objeto contemplado. Pero ese lenguaje, pese a su exuberancia, nunca se derrama: contenido en su propia incisión, en su penetrante remolino, sabe ceñirse, incluso, a formas escandidas y estróficas, como en el soneto "Origen", en endecasílabos consonantes. El vuelo de la analogía tampoco impide la atención al habla del vulgo: los retretes, "la madre teta" e "irse a la mierda" conviven con radical naturalidad con la asociación irracional más zarandeadora, por ejemplo, con "la sístole de la obediencia / en sus montes ambiguos sangra con el amanecer / su verde envenenado por las úlceras de la labranza. // Oh, mansedumbre horrorizada en el insomnio ácimo de los cobaltos, / confiésame tu enfermedad. / Confiésame tus apellidos". Casanova demuestra —como han hecho otros: Antonio Gamoneda, Enrique Falcón o el propio Juan Carlos Mestre— que la subversión lingüistica —esa que le devuelve al lenguaje la desnudez que le ha arrancado la costumbre, la corrosividad anulada por quienes dictan las palabras con las que hay que construir el pensamiento— no está reñida con la denuncia social, es más, que la alienta y agudiza. El segundo poema del libro se titula "España" y otro, "Febrero, 1981", la infausta fecha del intento de golpe de estado por parte del coronel Tejero. Pero, con ser hondas y estar justificadas, las preocupaciones de Pedro Luis Casanova no se limitan al examen del lamentable estado de las cosas. Su inquietud es también estética y personal. El amor, ineludiblemente, se cuela en estas páginas mordientes, y también la muerte: otro binomio inveterado, que el poeta actualiza con brío sensual. "Canción de Viernes Santo", una emotiva elegía al padre, revela la presencia incandescente de la muerte (y, a la vez, del inextinguible deseo de recuperar lo que la muerte se ha llevado), que se prolonga en las muertes literarias: las que canta Edgar Lee Masters en Antología de Spoon River, de la que Casanova ha extraído un fragmento como epígrafe de "Homenaje a Gutiérrez Solana", o la de Ezra Pound, el loco magnífico, el fascista cuya verdad no era la del fascismo, y a cuya tumba rinde Casanova una visita que luego le permitirá escribir el estupendo "Después de visitar la tumba de Ezra Pound": "¿Para quién escribir ahora / y reinventar la vida? ¿Para quién / fingir la claridad / bajo la triste sábana de la supervivencia", escribe el poeta. La alusión a Gutiérrez Solana es también significativa: lo pictórico tiene una importancia capital en Fósforo blanco, y no solo por el valor que Pedro Luis Casanova otorga a las artes visuales (en otro verso se menciona a la Metro Goldwyn Mayer), sino por la propia textura de los versos, que son pinceladas vigorosas, a veces brochazos ardientes, a veces finas delineaciones de colores. Pictóricas son las abundantes sinestesias: "Ácidas sombras rielan su aullido", "el agrio mutismo de los días". Encontramos esta última en "Aguas madres", una de las composiciones finales, en la que Casanova devana una poética. En realidad, no es necesaria: está clara cuál es la suya desde los primeros versos, y nos gusta. Pero sí es interesante comprobar cómo la expresa: "He aquí el poema", dice Casanova, "su palabra es imagen que oímos"; y, un poco más adelante, "tan solo por su música / tocamos la memoria". Imagen, música y memoria: los tres lados de un triángulo vivificador, el triple basamento de una poesía que acompaña y desvela. 

Así dice el poema "Escena feudal":

Por La Merced y por San Juan
suben las hembras con la verde soga del ajusticiado.
De terraza en terraza el aire las acecha,
como el gato al cartílago de un pez en la penumbra.
Muertas van
por el recuerdo de la cal.
Oh, blancor de la tiniebla en el latido que los tristes aman.
Oh, corazón que hoy se levanta hacia la muerte
buscando una limosna
por las yemas aún sin luz y la saliva dulce
de las parras.

Por La Merced y por San Juan suben pisando la maleza
de cualquier lealtad futura. Arañándose las nalgas.
Mordiendo con lascivia la herradura de los días perdidos.
                                                                                         Hembras,
las que sacan al fuego sus pezones
invocando la sal y el vino y el rojo
aliento de la cópula.

Y el volver a morar dentro de sí
el encendido peso de la vida.

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