miércoles, 19 de agosto de 2015

Suecia (1): Gotemburgo

Mi relación con Suecia se remonta a un libro ilustrado que leía cuando niño y que se titulaba así: Suecia. No sé quién me lo regaló, o cómo llegó a casa, pero lo cierto es que me recuerdo pasando sus páginas llenas de fotografías, fascinado por aquellos paisajes nevados, aquellas ciudades limpias y ordenadas, y aquella mujeres en trajes típicos, llenos de borlas, lanas, gorritos y colores. (Por aquel entonces yo aún no había descubierto que la mejor forma de admirar a una mujer sueca no era ataviada como los lapones, ni conocía la fama que había cobrado en España, gracias a Alfredo Landa, Paco Martínez Soria y tantos otros, de hembra desinhibida, que contribuía como ninguna a la modernización de nuestras costumbres). Algunos años más tarde, Suecia volvió a mi vida, bajo la especie de Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrump, alias Pippi Calzaslargas, una pelirroja de trenzas tiesas y fuerza descomunal que se paseaba por las praderas del Septentrión con un caballo y un tití. Me desconcertaban la presencia del mono (¿no eran animales tropicales?) y la luminosidad de aquellas praderas: nunca estaban nevadas, y yo creía que en Suecia nevaba mucho. Pero lo que me parecía un error, se me ha revelado luego, cuando he conocido el país, una verdad inobjetable: siempre que he ido a Suecia, he gozado de un clima no ya mediterráneo, sino casi tropical —lo que, de paso, explica la presencia del tití—. Más aún: he llegado a asociar a Suecia con la luz, con el esplendor del sol. La primera vez que llegué a Estocolmo, a principios de los 80, lo hice tras pasar la noche en un tren desde Copenhague. En Estocolmo me esperaba una seminovia muy rubia y muy escandinava, que atendía por el nordiquísimo nombre de Ulrika, y que había conocido, alabado sea Dios, en los Estados Unidos. Cuando, entrando ya en la ciudad, me incorporé de la litera en la que había sobrevivido al traqueteante viaje y descorrí de golpe las cortinas de la ventanilla, lo que vi me dejó anonadado: un hermosísimo paisaje de casas, de entre las que emergían las torres puntiagudas de las iglesias, y entreverado por los entrantes del mar, cuyo azul bruñía un sol melar hasta convertirlo en una miríada de espejos. Mi compañero de camareta no compartía mi fascinación, porque le habían robado la mochila. Qué extraña es la vida y qué extrañamente reparte la fortuna sus dones, pensé: en el mismo espacio, alguien era feliz por lo que veía, y otro, aunque veía lo mismo, era desgraciado, porque lo habían desvalijado. Vamos esta vez, no a la capital, sino a Gotemburgo, la segunda ciudad del país, invitados por una excompañera de trabajo de Ángeles, Gisela. Como no podía ser de otro modo, y aunque la llaman, no sé bien por qué, "la pequeña Londres", la ciudad irradia luz. Una claridad de estaño pinta las fachadas de las casas y se derrama por las calles como un río. La arquitectura de Gotemburgo es luterana, es decir, estricta, lineal, austera: los adornos no son necesarios. Unas aceras muy amplias hacen que las calles parezcan singularmente despejadas. Ni siquiera las del barrio antiguo resultan estrechas o tortuosas; en realidad, el barrio antiguo parece poco antiguo —aunque lo es: la ciudad se fundó en 1621, como acredita una estatua del rey que lo quiso así, Gustavo II Adolfo, en la que aparece señalando al suelo con el dedo, como recuerdo de aquel momento fundacional (muchos grandes hombres, en la estatuaria internacional, apuntan con el dedo; apuntar con el dedo es una de las grandes metáforas de la actividad humana)—. Los tranvías azules que recorren la ciudad son asimismo sobrios: vehículos añejos que apenas tintinean al pasar. Una gran avenida atraviesa Gotemburgo de este a oeste, la Kungsportsavenyn, a la que nos conformaremos con llamar Avenyn. Construida entre las décadas de 1860 y 1870, sus dos kilómetros de extensión van desde el antiguo foso que defendía la ciudad, al pie de las murallas, hasta Götaplatsen, la plaza, presidida por una enorme estatua de Poseidón (en la que aparece feísimo, y sin apuntar con el dedo), donde se concentran los principales equipamientos culturales de la urbe: el Museo de Bellas Artes, el de Arte Contemporáneo, la Sala de Conciertos y el Teatro municipal. En el segundo vemos una singular exposición del arte conceptual del sueco Johan Zetterquist, con el sugestivo título de Kill the poor, eat the rich (matad a los pobres, comeos a los ricos), y en el que destacan, entre otras piezas, la cúspide de un campanario con la cruz invertida —es decir, convertida en un símbolo satánico—, y un vídeo en el que el propio artista aparece follándose a la Muralla China. Literalmente. Pero ante semejante ejercicio de transgresión nuestras reacciones difieren: mientras que Álvaro y yo contemplamos, divertidos, la esforzada cópula, Ángeles sale disparada a la habitación contigua en cuanto  Zetterquist se baja los pantalones y ataca con brío temerario los adoquines del suelo. Otra mujer que coincide con nosotros en la contemplación del fascinante engendro no se marcha, pero se le cae la mandíbula. Luego nos mira, con la expresión de estupor que habría adoptado ante una realidad extraterrestre: que el Español gane alguna vez la Liga, por ejemplo, o que un político español articule una frase subordinada. A mí me gusta lo que veo: una propuesta enérgica contra el poder, en cualquiera de sus formas; una vulneración estética de lo previsible y lo admitido. Siguiendo con los museos, en el de Bellas Artes alcanzamos nuevamente la indignación que Zetterquist nos ha inspirado con sus artefactos, aunque por otros motivos: en la tarjeta informativa de uno de los cuadros de Picasso que se exponen en la pinacoteca, de sorprendentemente ricas colecciones, el pintor español aparece como Spanish French artist. ¿Cómo "artista hispano-francés"? ¿Desde cuándo alguien que nace en Málaga, estudia en Madrid y Barcelona, y se establece en París a los 23 años, en 1904, se convierte en francés, por más que viva mucho tiempo en Francia? Mientras estamos masticando nuestra irritación, una mujer, que nos ha oído protestar, me pregunta en perfecto castellano: "¿No está de acuerdo?". "Por supuesto que no", le contesto, arrebatado por el furor pictórico-nacionalista, y le resumo la trayectoria vital y artística de Picasso. La joven —de muy buen ver, por cierto: eso alcancé a distinguirlo, a pesar de mi enfado; hay aptitudes que uno nunca pierde, ni con la edad ni por las circunstancias— me escucha con atención y una media sonrisa, y luego continúa recorriendo las salas. Entramos más tarde en una librería internacional: hay una rotunda sección de literatura en español, aunque muy escasa presencia de poesía: solo veo un ejemplar de Calor, de Manuel Vilas, en la inevitable Visor. No deja de sorprendernos el excelente nivel de inglés de casi todos los suecos y, sobre todo, la naturalidad y fluidez con que pasan de su propio idioma a este. Puede entenderse en una librería internacional, pero también sucede en un Seven Eleven, por poner un ejemplo: la señorita que vende panecillos responde a mi petición en inglés con la soltura de un nativo de Worcestershire. Y así es en todas partes: la conciencia de manejar una lengua minoritaria, la proyección de películas sin subtitular en los cines y la televisión, y una magnífica educación primaria y secundaria, han obrado el milagro de hacer políglotas a la gran mayoría de habitantes de este país, para alegría de turistas y foráneos en general. Sin embargo, no todo es perfecto en Suecia: en un banco de la Avenyn vemos sentado a un hombre joven y de buen aspecto con un cartel en el que se anuncia, en inglés y en sueco, como doctor en Ciencias Físicas y se ofrece a aceptar cualquier tipo de trabajo. Cuando lo estamos leyendo, pasan a su lado dos somalíes, imperturbablemente vestidas con sus capisayos musulmanes. Algo más allá, nos paramos a leer la carta de El corazón, un restaurante español. La oferta es sustanciosa, pero la ortografía, lamentable: hay, por ejemplo, "queso de manchego", "patata frito", "pimientos de padrones", "tallarines con rebozuelo" (¿qué serán?) y, apoteósicamente, "sallad mexicano". Aunque tenemos hambre, nos negamos a comer ahí: preferimos algo parecido a una ensaimada, pero más grande, y recubierto de canela, que venden en un tenderete de un parque. Eso tiene la ventaja, además, de ser sueco. 

2 comentarios:

  1. Estimado Eduardo:

    La cabra tira al monte, así que me ha gustado especialmente el gesto tan literario (e incluso práctico, pues (¿qué esperar de quienes cuidan tan poco el lenguaje?) de negarse a comer en un lugar por el pésimo castellano de su carta. ¡Qué menos si uno tiene alternativa!. Yo ayer, al contrario, me vi obligado a comer en un restaurante -es mucho decir- de comida rápida, donde buena parte del menú estaba en un irritante e innecesario inglés americano. La impresión era de "comida estúpida", más que otra cosa, tanto que nos podría haber atendido el propio Bob Esponja. Aún así, la prisa obligaba, y tuve que tragarme, ay, mi dignidad lingüística y el rancho que nos sirvieron.

    Un abrazo

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  2. Uno, me temo, querido Ángel, lo vincula todo al lenguaje y a la literatura. Procuro no entrar en locales que dan patadas al castellano. Rehúyo a los profesionales que se presentan con errores de ortografía. Me dan grima los sectores con jergas o tecnicismos estúpidos. Aunque, a veces, claro está, no queda más remedio que pasar por el tubo. Yo mismo, si hubiera tenido más hambre de la que tenía en aquel momento en Gotemburgo, no habría vacilado en zamparme unos "pimientos de padrones", que, no sé por qué, suenan a pimientos cojonudos.

    Un gran abrazo.

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