jueves, 12 de febrero de 2015

Una poética y algo de historia (4)

El primer libro que reconozco como mío, a pesar de las muchas diferencias estéticas que observo entre él y lo que hoy escribo, y que por eso ya figura, aunque parcamente, en El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), es Ángel mortal, que se publicó en Ediciones del Serbal, de Barcelona, en 1994. Hace el número 20 de una hermosa colección, «Espadaña», en la que también habían publicado Iury Lech y Vicente Valero. Recuerdo que la descubrí en una librería Crisol –como tantas otras, ya desaparecida– y que me gustó su formato. Con el mismo candor con el que había concurrido al premio del I. N. I. C. E., envié el manuscrito por correo a la dirección que figuraba en los ejemplares, y, al cabo de poco, obtuve la respuesta favorable de la editorial. Pero, siguiendo una cierta tradición de decepciones que se había iniciado con el galardón salmantino, cuando me llegaron las pruebas comprobé que todos los sangrados del libro, que eran muchos, habían sido justificados. Inquirí por qué, y me respondieron que mantenerlos suponía mucho trabajo, lo cual aumentaba el coste del volumen, pero que, si quería, yo mismo podía introducirlos. Y así lo hice: rebosando buena voluntad, pero también ansias por mantener la forma original del libro, me dirigí al taller de maquetación de la editorial, un piso viejo y sombrío en el barrio de Gracia, y me pasé una tarde entera apretando la tecla del espaciado para preservar los sangrados. Algo así se me hace hoy inconcebible, pero entonces tenía sentido: aquellas debían de ser las reglas de un mundo que yo desconocía, y había que respetarlas. No fue el único hecho que matizó mi entusiasmo: según averigüé después por alguien que ya no recuerdo, la colección de poesía del Serbal se financiaba gracias a los ingresos que los libros de Karlos Arguiñano le reportaban a la editorial. Hoy sé que esta es, o era, una práctica común entre las editoriales: un gran éxito comercial sufraga muchos pequeños fracasos comerciales, a cambio del prestigio literario que algunos de estos aportan o de la satisfacción personal que le procuran al editor. Pero entonces se abrió otra grieta en el edificio, ya tambaleante, de mi confianza en la poesía como hecho literario y cultural. El incidente de los sangrados en Ángel mortal revela la importancia que concedo a lo visual en la poesía. Lo visual contribuye al ritmo: la cadencia del ojo al recorrer los signos se suma a la cadencia de la mano –de la lengua, en realidad– al escribirlos y a la del oído al percibirlos. El conjunto forma una dinámica total, a la que procuro añadir una dimensión táctil, y hasta olfativa, con el uso de un vocabulario corpóreo, en el que la materia, la carne, la piel, no constituyan solo una invocación, ni siquiera el objeto de esa invocación, sino la realidad misma que se erige ante uno, y que lo roza, en el acto de la lectura. El sangrado, los juegos ópticos, el moldeamiento tipográfico, dan volumen al poema: le inyectan relieve, y ese relieve proyecta sombras en los versos, esquinas, hendiduras: accidentes que exigen una reacción del lector, que le obligan a transitar activamente por el poema, a estar alerta, y a abrazar (o, por lo menos, a tolerar) lo imprevisible. El sangrado quiebra la monocordia de la justificación y, con ella, incita a la aventura perceptiva, que es simultánea a la aventura de la comprensión. Por lo demás, los dieciocho poemas de Ángel mortal devanan una historia de amor en una ciudad contemporánea, que es Barcelona, pero que puede ser cualquiera. En «Ángel» y en «mortal» se reúnen dos de los ejes que han articulado hasta hoy mismo todo cuanto he escrito: la conciencia y la materia; lo trascendente y lo corruptible; el amor y la muerte. Los poemas practican un surrealismo moderado, que no pierde pie en la realidad, aunque pretendan otra. Esa imbricación de lo fabuloso, o lo inconsciente, y de lo más inmediato, lo más reconocible de nuestro mundo, es otra, creo, de mis características más duraderas, aunque en algunos libros, como los varios que siguieron a Ángel mortal, se haya diluido en una busca cósmica o en honduras introspectivas a las que llegaba en apnea y acaso sin voluntad de emerger. En mis últimas entregas, sin embargo, ha resurgido con fuerza: ahora necesito un ancla en lo circundante, un amarre que no se pueda refutar, algo que combata al helio de la meditación o al lastre del autoanálisis. Y no solo porque opine, como Pound, que la palabra «manzana» siempre es más bella que la palabra «belleza», sino porque la radicalidad mallarmeana, aunque purgativa, no me basta para sentir: para sentir emocionalmente, quiero decir, porque lingüísticamente me hace experimentar sensaciones lisérgicas. Pero en La luz oída, mi siguiente poemario, esta radicalidad, aunque me quedase muy lejos de Mallarmé, explotó con todas sus consecuencias. Fue, supongo, la evolución natural de una poesía que perseguía la máxima intensidad en el decir y que, encontrando romos los perfiles de lo cotidiano para sustentar una dicción que se quería insoportablemente candente, se volvió hacia el mundo como realidad suprarreal, como expresión de una naturaleza ingobernable y abrumadora, como fruto momentáneo de la eternidad. Construí, entonces, un solo poema de más de ochocientos versos alejandrinos, en el que cantaba la creación y la destrucción de las cosas, al amparo, con sus citas iniciales, de dos grandes epopeyas: la de Saint-John Perse y De rerum natura, de Lucrecio. Quizá fuese un propósito anacrónico, cuando todo parecía sumido en una contemporaneidad líquida, que descreía de los grandes relatos y aun de las narraciones discretas, y que recelaba, hasta el malestar, de la herramienta con que se habían fabricado, pero yo sentí que era lo que debía decir, aunque no encajara en su tiempo. La poesía, en mí, siempre ha obedecido a un sentimiento, esto es, a un rapto emocional, a una convicción sin raciocinio, pero que me atrevo a intuir más certera que cualquier silogismo. En todo caso, los alejandrinos de La luz oída aspiraban a materializar aquella pasión que me guía cuando escribo. Con ellos, y con todo lo que pongo en el papel, persigo una palabra tensa como la cuerda de un laúd, e igualmente vibrante; una palabra que reúna todas las resonancias que pueda suscitar, sin derramarse ni diluirse; una palabra en el ápice de su significación y de su música, para la que no haya otro matiz que la no palabra; una palabra, en fin, que nos permita sentir todo cuanto esa palabra vehicula, y a nosotros expandidos gracias a esa plenitud. La poesía ha de arrebatarnos, sin impugnar, no obstante, nuestra lucidez. Es necesario que nos sintamos saturados de sentido, que la conciencia tiemble, que el latido nos golpee como a un parche de tripa: no solo más vivos, sino erguidos frente a la muerte, experimentando la potencia de lo que nos da memoria y, por lo tanto, identidad, acariciados por una incomprensión clarividente, renacidos, reconciliados con el ser. Pero a esto no se llega, si es que se llega, solo con una enunciación entusiasta: lo fértil es el desorden, pero ese desorden ha de ser cuidadosamente elaborado; el desorden también requiere arquitectura. Por una parte, es necesaria una palabra exacta, que no se pierda en indefiniciones o vacuidades. La dicción puede ser ambigua, pero nunca inconcreta. Hay que exonerar a lo que decimos de todo lo que puede omitirse sin que la palabra pierda entereza: esa depuración la hará más firme todavía. Nada, pues, de circunloquios superfluos, de adverbios excusables, de adjetivos que emborronen al sustantivo (aunque los acertados lo rediman), de polisílabos y puntos suspensivos, de sinonimia culturalista, de errabundia sintáctica, de varias palabras si se puede utilizar una; matemos al gerundio y, sobre todo, al tópico, a la frase hecha, al pensamiento común: para escribir lo que todos tienen en la cabeza, ya están todos los demás. La poesía es exactamente lo contrario del lugar común: es el lugar individual, el lugar radicalmente uno, pero al que todos pueden acceder, precisamente por serlo: porque su singularidad representa la de cada lector. En La luz oída, me propuse, además, encauzar el torrente poético, al que soy malsanamente proclive, y evitar, acaso, la dispersión, recurriendo al poema unitario y al verso alejandrino, un metro solariego y dúctil. No ha sido esta la única ocasión en que lo he hecho. En estos veinte años de escritura poética, he alumbrado conjuntos de sonetos (Diez sonetos), un libro en endecasílabos (El barro en la mirada) y otros integrados exclusivamente por poemas estróficos como el romance, aunque en verso hexasílabo monorrimo (La ordenación del miedo), la sextina (Seis sextinas soeces), la décima (Décimas de fiebre) y, aventurándome en otras tradiciones, el haikú (Los haikús del tren). Con independencia de las virtudes de contención de las formas cerradas, siempre me ha interesado mucho otra convivencia en el arte: la de la fluencia y la construcción: que el poema sea un río, pero un río edificado; o, al revés, que sea una casa, pero que mane y discurra. Me parece que esta paradoja describe con fidelidad la propia naturaleza humana, y la de su pensamiento: a esa pugna entre la fragmentación de lo que percibimos –y la mayor todavía de lo que pensamos– y la certeza de la unidad subyacente, de la razón que todo lo unifica, aunque esa razón sea solo la provisionalidad y el azar, o incluso el sinsentido. Lo fluido y lo quieto, abrazados, significan, a mi parecer, lo que somos, o lo que queremos ser: algo dinámico, porque la vida se asocia a lo que se mueve, pero también algo que capta la plétora de la existencia, y nos sume en ella.

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