jueves, 16 de octubre de 2014

Burdeos (1)

El mundo de la literatura, o, dicho con más precisión, las relaciones que surgen a raíz del placer compartido de la literatura, constituyen una red subterránea, y no deja de asombrarme cómo nos unen a todos sin que nos apercibamos. Aunque a veces sí: a veces esas conexiones se hacen visibles y explícitas. A Nuria Rodríguez Lázaro, extremeña de Garrovillas y catedrática de la Universidad de Burdeos, la conocí en unas jornadas literarias organizadas en Santander por mi buen amigo Juan Antonio González Fuentes, a las que me había invitado para que hablase del poeta Basilio Fernández, que había sido objeto de mi tesis doctoral. Ella también estaba invitada como ponente. La casualidad -que es infinita- quiso que yo acabase de publicar en DVD una traducción de la poesía de Rimbaud, y que en el epílogo con el que acompañaba mi versión mencionase, increíblemente, a Garrovillas: allí había conocido, hacía poco, a una adolescente que, al saber que era poeta, me había alabado, hasta la baba, al genio de Charleville, a quien, según me dijo, no dejaba de leer. Que una joven extremeña conociera y disfrutase con los versos de Rimbaud, en estos tiempos descreídos y antipoéticos, me pareció no solo digno de mención, sino de admiración, más aún, de exaltación. (Qué hacía yo en Garrovillas de Alconétar es otro nudo de esa red invisible a la que me he referido: mi suegro había querido que visitáramos el pueblo, que tiene una espléndida plaza mayor porticada, y que nos tomásemos un café en una de sus terrazas; y allí me había presentado a un amigo suyo, propietario de un piso que daba a esa misma plaza, cuya hija resultó ser la lectora rimbaldiana). Pues bien: esa mención mía en el epílogo del libro traducido nos dio a Nuria y a mí una regocijada razón para hablar. De aquella conversación surgieron otros vínculos sorprendentes: ella había sido alumna, cuando estudiaba COU, en Cáceres, de otro excelente amigo y poeta, Javier Pérez Walias. Y, con el paso del tiempo y el conocimiento mutuo, aquella simpatía inicial se convirtió en una sólida amistad. Nuria me invitó, hace casi dos años, a un primer encuentro en Burdeos: un congreso sobre literatura y sueño. Cuando hube aclarado que no se refería a la literatura que hace dormir, en cuyo caso me habría sentido ofendido por su invitación, sino a la presencia del sueño físico en la poesía y la novela contemporáneas, y a su sentido estético o simbólico, me apresuré a aceptar. La estancia fue muy placentera: conocí a otra profesora española de la Universidad, Marta Lacomba, medievalista, persona de viva inteligencia y verbo más vivo todavía, y a Alejandro Pedregosa, Pepo, poeta y novelista, cuyo trato ingenioso y desembarazado contribuyó al gozo de aquellos días, y continúa hasta hoy mismo. Y no es poca cosa esa naturalidad: en la universidad predomina el paripé académico, la jerga clerical o mandarinesca y la actitud de superioridad que, cuando van unidos, como suele suceder, a la amargura del carácter y al vacío intelectual, conforman ambientes hostiles, helados. Burdeos nos acogió con frío, pero con una belleza difícil de igualar: es una de las ciudades más hermosas de Francia; y Francia no anda escasa de ciudades hermosas. Hace algunos meses, Nuria quiso invitarme otra vez a la universidad. Como me dijo Pepo, que también repetirá visita en breve, algo debimos de hacer bien en aquel diciembre de 2012 para que hayan vuelto a acordarse de nosotros. Esta vez mi concurso ha sido individual: Nuria me ha hecho hablarles a sus alumnos del máster de traducción de mi experiencia como traductor de Hojas de hierba, y también a los de su curso de poesía y religión, aunque en este caso he preferido no dar una ponencia teórica, sino leer un par de extensos poemas de Insumisión relacionados con ese espinoso asunto: uno sobre Miguel de Molinos, el quietista condenado por el papa Inocencio XI y muerto en las mazmorras del Santo Oficio en Roma, y cuya Guía espiritual constituye una de las prosas más esclarecidas de los siglos de Oro españoles, y aun de toda su historia literaria; y otro titulado "Elogio del jabalí", en respuesta a aquella memorable declaración del papa Ratzinger, según la cual España era "una viña devastada por los jabalíes del laicismo" (el papa Ratzinger, antes de sentarse en la silla de Pedro, había sido Inquisidor General durante casi un cuarto de siglo, es decir, había ocupado el mismo cargo bajo cuya autoridad había perecido Miguel de Molinos). La experiencia no solo ha sido agradable, sino que me ha ratificado en esta convicción mía de que la literatura es una zarza dichosa, que no deja de enredarnos a unos con otros, que se complace en engancharnos con sus púas de palabras. Uno de los alumnos que ha asistido a mis dos lecturas, Marc Lagnier, y de quien Nuria me había ponderado su entusiasmo y su interés genuino por la poesía, quiso darme sus impresiones sobre mis versos, y me dijo que ya conocía el "Elogio del jabalí". Me quedé estupefacto. No solo eso: Marc, que ha sido erasmus y vivido dos años en Madrid, lo había leído porque amigos suyos españoles le habían hablado -es de suponer que bien- del poema. Sí: los poemas se escriben para ser leídos; al menos yo los escribo para que sean leídos. Pero constatar que lo son, tener delante, y poder tocar, a alguien que lo ha hecho, y que sabe de otros que también lo han hecho, y que habla de esos poemas como algo importante, aunque no lo sean, nunca dejará de maravillarme. La palabra es, en este caso, exacta: me halaga, desde luego, pero, sobre todo, me maravilla. Escribir es una condena a la soledad, más aún, al abismamiento en la soledad; y publicar lo es al silencio: uno habla y, salvo en las raras ocasiones en que algún amigo escribe sobre lo que uno ha dicho, no hay otra constancia del efecto que esa literatura haya podido causar en el mundo que un silencio espeso, planetario. A menudo me pregunto por qué cojones remamos como galeotes en este barco inhóspito, sin destino conocido, en el que solo resuena nuestra voz, y que siempre está, además, al borde del naufragio: muy grandes deben de ser nuestras carencias para que permitamos semejante subyugación. Pues bien: el bueno de Marc, un joven de ojos y sensibilidad acaso excesivas, ha sido una voz en el océano, un eco inesperado (y casi inimaginado) en la llanura de la nada, una maroma idónea en la zozobra cotidiana. Y una rama más de ese escaramujo venturoso que es, a pesar de todo, la literatura.

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