sábado, 13 de septiembre de 2014

En Saint Martin in the Fields

Yo a Saint Martin in the Fields lo conocía porque, cuando escuchaba música clásica por la radio, a menudo se emitían conciertos desde allí. O porque tocaba la Academia de Saint Martin in the Fields, la célebre orquesta de cámara. Me sonaba exótico: lejano, sofisticado, británico. Quién me iba a decir que acabaría asistiendo a sus conciertos. Ayer Ángeles quiso celebrar mi 52 cumpleaños, que será mañana, con un concierto de música barroca y una cena, después, en un restaurante turco. La iglesia, en la que aún no había entrado, es una de las más famosas de Londres: por su ubicación, en plena plaza de Trafalgar, y por sus muchas actividades artísticas y pastorales. Dedicada a San Martín de Tours, la construyó James Gibbs entre 1722 y 1724, inspirándose parcialmente en los modelos el archiarquitecto Christopher Wren. Como era habitual por entonces, el templo se alzó donde llevaba habiendo lugares de culto desde la dominación romana: recientemente se ha encontrado en el subsuelo del emplazamiento una tumba del siglo V d. C., y los restos de la primera iglesia conocida se remontan a principios del s. XIII. El lugar posee la elegancia y la distinción de los templos neoclásicos: tiene una sola nave, un pórtico con columnas y una torre muy airosa. El interior es austero, aunque igualmente persuasivo: pintado enteramente de blanco, respira gravedad y pureza de líneas, aunque me llaman la atención varias arañas muy elaboradas que cuelgan de un techo altísimo y, a su vez, recubierto de estucos y filigranas, y, sobre todo, la vidriera en el extremo posterior de la nave, en la que las líneas se hacen progresivamente curvas, para encerrar un círculo en su centro: parece un diseño actual. Lo peor del lugar son los asientos: bancos duros y estrechos, aunque puede que tengan sentido: debían ser muy eficaces para evitar que los feligreses se durmieran cuando el sermón no estaba a la altura de las circunstancias. Ni siquiera los cojines que se alquilan a una libra la pieza nos libran de la incomodidad. Tampoco la acústica es extraordinaria. Sin ser mala -las iglesias se concebían para que los sermones fueran audibles incluso para los que se encontraban más lejos-, no es la de una sala de conciertos: la música, como comprobaremos, no te envuelve: solo te llega; y sus colores palidecen, mordidos por una resonancia quebradiza. Hoy actúa el London Concertante, con piezas de Albinoni, Mozart y Bach. Lo dirige y presenta un músico que, como requiere la tradición anglosajona, sabe introducir esas piezas con las adecuadas dosis de humor, y que no se olvida de recordar al público -con humor también- que los CDs del grupo están a la venta en el vestíbulo de entrada. Su frac y su inglés son impecables, pero el recordatorio, por muy comprensible que sea, se me antoja inapropiado: uno no desmerece una actuación en Saint Martin in the Fields pregonando la mercancía como un chamarilero. De las piezas interpretadas hoy, los conciertos para oboe de Albinoni, como siempre, casi me hacen saltar las lágrimas, y me interesa mucho la chacona en re menor de Bach,  con la que el músico de Turingia concluyó su Partita para violín solo nº 2, BWV 1004. La interpreta un único violín, el rumano Remus Azoitei, que trenza en el aire arabescos de fugas y variaciones, para describir un paisaje emocional de una inverosímil riqueza. Nadie diría que de un violín pueden salir tantísimos matices, tantos saltos sonoros, tantos timbres y colores. Pero salen: Bach las creó y él, con virtuosismo paganínico, las reproduce. (Bach, por cierto, como nos recuerda el director, no solo era un genio de la música, sino también un prodigio de energía: compuso más de mil piezas y tuvo veinte hijos, y aún le quedaban fuerzas para protagonizar violentos arrebatos de furia, si las cosas no sonaban como él quería, en los que le lanzaba la peluca, con muy mala intención, a quien tuviese cerca). La velada concluye con una pieza de propina, como es habitual. El director del grupo nos informa de que es una polka y proviene de Hungría, y de que se titula, para pasmo de todos, "Polka húngara". Aunque en el intermedio Álvaro y yo hemos aplacado el hambre en el bar-restaurante de la cripta de la iglesia, cuando salimos del concierto tenemos ganas de cenar. Cruzamos la vasta zona de pubs y locales de copas entre Trafalgar y Covent Garden -pasando por delante de algunos casi cataclísmicos, como The Porterhouse, donde se amontonan cientos de bebedores de cerveza: pienso en cuánto se deben de divertir también los vecinos- y llegamos a Sofra, el restaurante donde hemos reservado. No hay pasteles de cumpleaños, ni camareros que salgan de la cocina cantando el For he's a jolly good fellow...!, pero el salmón que pedimos compensa sobradamente esa carencia, y la lager turca con que lo riego se comporta asimismo con gallardía. Mientras comemos, nos fijamos en una mesa vecina, donde dos damas parecidas a sapos comparten la velada con dos jóvenes musculosos. ¿Serán sus hijos?, nos preguntamos. ¿O serán más bien dos clientas con sus putos? Qué bonita es la vida en Londres. Cuántas cosas se ven.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho. Y las dos últimas frases... geniales! Hay algo de ironía, verdad? Resumen tantos pensamientos... Me encantan. Y me gusta saber que alguien en algún momento ha pensado lo mismo que yo.

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    1. Gracias, anónimo. Celebro que la entrada te haya gustado, y que te hayas sentido identificado con ella.

      Un saludo muy cordial.

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