miércoles, 30 de julio de 2014

Poesía en el tren

Ya la había visto algún otro día. Es una chica alta, de pelo corto y claro, no fea, siempre sonriente, como Soraya Sáenz de Santamaría. Vestía camiseta y tejanos, y lleva un macuto en bandolera. Su sonrisa era tan persistente, que pensé que repartía folletos religiosos. Los fortalecidos por la fe están siempre alegres, aunque el mundo se derrumbe a su alrededor. Ciertamente, saber que uno va a salvarse, cuando todos los demás se consumirán en las calderas de Pedro Botero, debe de ser causa de un gran regocijo (recuerdo a la monja que acompañaba a sor María, aquella religiosa acusada de robar niños en los años sesenta, a la salida de un juzgado: sonreía beatíficamente, como si nada de todo aquello pudiera perturbar la bondad de su mundo, la certeza de su salvación; sor María, en cambio, mostraba un gesto entre senil y malhumorado. Dios, por fortuna, la llamó a su lado poco después). Pero no: lo que aquella chica llevaba en la mano eran unas plaquetitas, blancas, escuetas: unas meras octavillas fotocopiadas, con poemas. La primera vez que me crucé con ella en el vagón no le presté atención, aunque no dejé de reparar en su gesto. Hoy, en cambio -quizá porque estoy sentado, y ella puede tenderme uno de sus libritos hasta casi el regazo, en el que descansa el volumen que estoy leyendo-, no tengo más remedio que fijarme en lo que hace. Su sonrisa sigue ahí, inmune a los silencios y, en el peor de los casos, a las miradas de desprecio. ¿Cómo resiste una sonrisa a tanto rechazo? ¿Cómo se sobrepone al muro de la indiferencia? ¿Cómo sobrevive a la evidencia diaria, incesante, de la impenetrabilidad humana, de la apatía o antipatía de casi todos? La plaqueta se titula La relójica invisible, y su autora es Serena Urdiales. Los dibujos corren a cargo de Paula Jiménez. En la cubierta, además de la ilustración -una bicicleta cuyas ruedas son las esferas de sendos relojes-, consta el precio del volumen, un euro, y que se trata de la segunda edición; en la contracubierta, que la distribución corre a cargo de Serena, y su correo electrónico. Todo es tan elemental, tan ingenuo, que enternece. No llego a leer los poemas, pero me siento en la obligación de ayudar a una compañera de fatigas y decido comprarle un ejemplar. La llamo con un gesto y le doy una moneda de dos euros. Su pasión por la poesía y su esforzada actividad de distribución no han mermado, sin embargo, su habilidad mercantil. Con gesto rapidísimo, coge la moneda y, en lugar de devolverme un euro, sin consultarme su decisión, me entrega otro librito y se pierde entre el gentío del vagón. Miro la nueva plaqueta: es un cuento, La calle de las alegrías, firmado por la autora de las ilustraciones, Paula Jiménez. También aquí figuran la responsable de la distribución, Serena, y el correo electrónico de Paula, aunque, por desgracia, aún no ha llegado a la segunda edición. No me importa: las primeras ediciones siempre son más valiosas. Pienso en la perduración de la venta callejera de poesía desde las vanguardias: los bohemios repartían sus obras, por un módico precio, o por una invitación a café con leche, por las tabernas desorejadas de la época; algunos las esgrimían para justificar, o para enmascarar, sus sablazos; otros arrimaban tenderetes a las calles y exhibían aquellos versos entusiastas y espantosos. Hoy el negocio se hace en los vagones modernísimos de los ferrocarriles de la Generalitat, donde los potenciales compradores ocupan asientos ergonómicos y disfrutan de aire acondicionado. Pero todavía recuerdo algunos casos recientes de venta en las aceras. A otro argentino -Serena y Paula deben de serlo: en La calle de las alegrías se lee: "Tenés que ir, dijo el hombre, a la Calle de la Tristeza..."-, Eduardo Mazo, solía verlo yo, en mi juventud, en las Ramblas, vendiendo los libros que él mismo editaba. Era un hombre gordezuelo, de potente nariz, armado de una burbujeante pachorra, previsiblemente huido de la dictadura que asoló su país en los setenta, y que escribía poemas benedettianos de las cosas sobre las que se escribían poemas entonces: contra los ejércitos, contra la opresión, contra el hambre, poemas de amor, poemas que cantaban la fraternidad universal. Como reclamo comercial, pintaba muchos de sus versos y aforismos en una enorme pizarra, y allí montaba guardia él, debajo de una gorra indiscutiblemente bonaerense, estoico y locuaz, encantado de recibir las atenciones del público (o las desatenciones, daba igual: él las transformaba todas en motivo de conversación). Recuerdo uno de sus títulos, Militancia de la sangre, en cuya portada, de color rosado, se veían los pies desnudos de alguien acostado en una cama: fue el único que le compré, por unas pocas pesetas, aunque hoy no soy capaz de encontrarlo en mi biblioteca. Mazo, de nombre tan poco incitante para un poeta -aunque hay que recordar que Juan Ramón Jiménez se llamaba Mantecón de segundo apellido, y Cernuda, Bidón, que él, para refinarlo, afrancesó en "Bidou"-, era un elemento más del paisaje ramblesco: conocido por los vecinos, saludado por las matronas, curioseado por los jóvenes y los turistas. Hoy, hurgando en internet, veo que mi tocayo colabora en La Vanguardia y hasta tiene una página web: los tiempos adelantan que es una barbaridad. Pero Serena Urdiales y Eduardo Mazo no son los únicos poetas callejeros que he conocido en Barcelona. Durante muchos había una poeta alemana, cuyo nombre me dijeron en alguna ocasión, pero que ya no recuerdo, que recitaba sus versos a cambio de dinero. Su campo de actuación estaba en el Paseo de Gracia, un lugar mucho más aristocrático que las Ramblas. Ella merodeaba de noche y te asaltaba sin contemplaciones: "¿quieres que te digas unos versos?", preguntaba, con acento germánico, es decir: "¿quierrres que te diga unos verrrsos?". Todo espíritu lírico se desvanecía en su aliento, que apestaba a alcohol. Los argentinos, un pueblo de sobreabundancia verbal, influidos, acaso, por su legado hebreo, son simpáticos y gárrulos; esta alemana, en cambio, abrazaba todas las rigideces de su pueblo: rubia, etílicamente envarada, cejijunta, insomne. Un buen día, o una mala noche, desapareció. Todas estas presencias -Mazo, la rapsoda teutona, Serena- entristecen o inspiran, según, pero todas revelan la pervivencia del espíritu poético, que se aferra a las voces, a las manos que escriben, con la determinación de algo universal y, al mismo tiempo, infinitamente íntimo. Las personas, algunas personas, seguimos creyendo que la poesía es el motor, o la justificación, de la existencia, y que no todo está perdido si se sigue escribiendo y, sobre todo, si se sigue leyendo. Por eso nos anudamos a ella, cada cual a su modo, para no caer en el precipicio de la insignificación, en la laxitud letal de lo cotidiano, de lo siempre igual: para arrancar emoción a los perfiles oscuros de los cosas, y a nuestra propio oscuridad. Los poemas de Serena Urdiales son sencillos, adolescentes, y están mal puntuados, pero no puedo decir que me desagraden. Este es el último de su plaqueta, que le da título:

La relójica invisible
que teje las luces del dibujo presente,
las del espejo fragmentado de dios,
cae de la trama y es sostenida
por ese rumor de ecos insonoros,
por esa hilación de signos silenciosos.
Cero más cero más cero
es la ecuación exacta de este momento.

2 comentarios:

  1. Cero más cero más cero
    es la ecuación exacta de este momento.
    Qué bueno y real!!
    Me ha recordado al libro poetas, primera antología de poesía con matemáticas de Jesús Malia (junto a otros nueve); un libro fascinante!!.

    Un Abrazo

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    1. Coincido contigo, Amelia: esos dos versos finales son lo mejor del poema.

      Y buscaré a Malia, cuya antología no conozco.

      Gracias por seguir ahí, y un beso muy fuerte.

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