viernes, 28 de marzo de 2014

Un recorrido étnico

Las calles de Londres son un festín. Ayer salí por la mañana a comprar. El día era fresco y luminoso. En Battersea Park Road, la calle que constituye la frontera entre nuestro barrio y los barrios del sur, proletarios y amusulmanados, vi a un grupo de hombres reunidos a la entrada de un restaurante. Formaban en la calle, sin ocupación, sin otro propósito que matar el tiempo. Algunos estaban de pie; otros, sentados en los asientos de la terraza. Varios llevaban chupas de cuero -pero no de esas, desafiantes, que visten los motoristas y los que van mucho al gimnasio, sino de las otras, las de la gente mayor, lacias, sin distintivos- y casi todos fumaban. Un hecho exótico: fumar se está convirtiendo aquí en una rareza. Los rasgos de aquella gente eran indudablemente meridionales; al menos, no lucían las blancuras lácteas ni el espigamiento hiperbóreo de los británicos. Tenían la piel arrugada, oscurecida, y pensé que así debe de quedárseles a los que se pasan media vida ajustando tuercas en una cadena de montaje, como Charlot. Supuse que eran árabes, pero, al pasar junto a ellos, los oí hablar -no lo pude evitar: casi vociferaban- en italiano. Aquello era un pueblo de Sicilia. Los hombres se reunían de mañana, al sol, en el bar, para hablar de sus asuntos -de nada, en realidad- y ver pasar las horas. Me fijé en el restaurante del que constituían la parroquia: "Capitán Corelli", se llama; sí, como aquel personaje, interpretado por Nicholas Cage, que le toca la mandolina a Penélope Cruz. Debajo del nombre se anuncian los, probablemente, tres productos italianos más universales, además de Sofía Loren: "capuccino, pizza, pasta". Un prodigio de síntesis comercial. La población transalpina de la zona debe de ser numerosa: en el tramo de Battersea Park Road que va desde la estación del tren hasta poco más allá de Latchmere, hay cinco restaurantes italianos, ninguno de los cuales forma parte de una cadena. Seguí mi camino al Tesco y, un poco más adelante, me crucé con un grupo de chinos. Los chinos no practican la indolencia; por lo menos, no en Europa. Era un grupo inarticulado, difuso, que tenía dificultades para ser considerado grupo: sus miembros se movían con cierta incomodidad, como si permanecer en aquella breve cofradía contradijera algún objetivo existencial. Hablaban bajo y muy seguido, con su idioma nervioso, salpicado de gangosidades. Los chinos se reunían delante de un local de masajes, en el que se desperezaban tres mujeres que apenas levantaban dos palmos del suelo; me pregunté si serían masajes con final feliz. Cuando volví a pasar por allí, al cabo de diez minutos, el grupo había desaparecido; solo las mujeres del local de masajes (¿masajería?) seguían bostezando en las butacas. No había más grupos de personas por la calle, pero, muy cerca ya del supermercado, pasé por una sucesión de locales regentados por árabes: kebabs, casas de comidas, locutorios de internet, tintorerías, todos escuetos y desteñidos, lo que, en el caso de la tintorería, tiene su gracia. La clientela era aquí, en su mayoría, musulmana y negra. Los primeros comían sin prisa, o miraban la calle desde las mesas del interior, o simplemente esperaban, aunque no sé el qué. Parecían parte del mobiliario. Los negros, en cambio, revoloteaban: entraban, salían, se juntaban para dispersarse a continuación, pedían faláfel y se lo zampaban en un abrir y cerrar de caninos, ocupaban la acera con sus mochilas y sus muchísimas extremidades, se reían y se callaban y se volvían a reír. Los dejé atrás a todos y me hice, por fin, con algunas cosas que se nos habían olvidado en la compra semanal: la principal, una caja de budweiser. Llevar una provisión semejante de cerveza por la calle me hace sentir incómodo, pero el tramo hasta casa es corto. Los conserjes del inmueble, mahometanos también, me miran con una sonrisa. Luego de descargar las bolsas en la cocina, volví a salir, esta vez en dirección a Chelsea. Crucé, como cruzo tantos días, el parque de Battersea, tan grande, tan vacío. El suelo olía fuerte a estiércol: cada día los jardineros lo abonan generosamente. La mezcla del fertilizante y de la lluvia que cae sin cesar hace que los arriates de Battersea parezcan pieles verdes de oso. Luego, los mismos jardineros que se preocupan por que crezca la hierba, han de hacer horas extras para cortarla. Es una labor sisífica y contradictoria, pero a ellos parece gustarles. Mi camino siguió a continuación por un sendero flanqueado por cerezos, que están en flor desde hace dos semanas. La floración no durará mucho más: ha llegado a su ápice, que consiste en que las ramas de los árboles estén cuajadas de flores blancas, como si las revistiera un abrigo inmaculado. Uno se siente japonés desfilando bajo esas nubes de pétalos, punteados, en el centro, por un pezón rosa. Al terminar el sendero, di con los camiones de una feria, que estaba instalando sus atracciones. Muchas aún estaban envueltas en lonas, pero distinguí un tiovivo, y casetas de tiro, y un pulpo giratorio. Las ferias tienen algo de radicalmente mediterráneo; no diré que aquí disuenen, pero no me encajan en las brumas, no condicen con la melancolía. No obstante, cuando esté en funcionamiento, no pienso perdérmela. Tengo intención de hacerme, como sea, con un muñeco de peluche.

1 comentario:

  1. Tiene usted una prosa poderosa, amigo. Uno se introduce en ella como por un sendero punteado de frondosos árboles. Y que, si bien se juntan en la altura, siempre dejan ver un poco de cielo. Que no decaiga.

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