domingo, 23 de febrero de 2014

Don Antonio Machado

Don Antonio Machado (y empleo el hoy ya casi olvidado "don" con absoluta, con reverencial deliberación) murió el 22 de febrero de 1939, ayer hizo 75 años, en un modestísimo hotel de Colliure, tras haber peregrinado, con miles de refugiados más, desde Barcelona hasta la frontera francesa por las carreteras gerundenses, eludiendo los frecuente ametrallamientos de la aviación franquista. Al día siguiente de su entierro, llegó al pueblo francés una carta de la Universidad de Cambridge, en la que se le ofrecía un puesto de trabajo en su rectorado. Y, tres días después, murió su madre, también en Colliure. Hoy es comúnmente sabido que en los bolsillos de su abrigo se encontró, al fallecer el poeta, un trozo de papel en el que había escrito este alejandrino: "Estos días azules y este sol de la infancia". Junto a él, otro verso garabateado, el célebre dictum de Hamlet, "ser o no ser", una de sus canciones a Guiomar y, lo más emocionante, un puñado de tierra española que había cogido en el camino al exilio y que ahí seguía, pegado a su ropa. Estos días se suceden los recuerdos a Machado en blogs y papeles literarios, y yo quiero homenajear también a este poeta extraordinario, que fue, también, un extraordinario ejemplo moral. Por una vez, y en atención a él, mi entrada no será original, sino algo ya escrito: un fragmento de un poema de mi libro Insumisión, inspirado, precisamente, por su modesta tumba en Colliure.

"Todos los huesos se pudren igual, pero los que descansan bajo esta lápida empezaron a descomponerse mucho antes de reposar a su sombra: venían deshaciéndose por los caminos —unos caminos que eran sumideros, galerías alanceadas por tinieblas— desde que conocieron un cielo de cal y un patio con limoneros. En cada recodo dejaron una astilla, como un filamento de niebla; en cada talud o barricada u hondura, una pizca de tuétano; en cada cadáver en la cuneta, un jirón de sueño. Pero la oscuridad favorece a los huesos: los acoge en su vientre, como si otra vez fueran a nacer. Las tumbas parecen vientres, cosas preñadas, abultamientos al revés: encarnaduras que nunca concluyen, porque nunca suceden. Los huesos fermentan como algo retirado a un silo no nutricio, como un silencio que permaneciera en la garganta, confinado entre salivas, a la espera de una expectoración luminosa. Me irritan estos exvotos, que emborronan la menesterosa superficie de la piedra: las rosas, corruptibles; las banderas republicanas, que enmarañan de color lo que debería ser luctuosamente blanco; las coronas de flores, bélicas o sindicales. El ayuntamiento ha instalado incluso un buzón junto a la tumba para que la gente envíe mensajes al poeta, como a los Reyes Magos. Todo vincula la sórdida belleza de su muerte, y el inmaculado presente de su descomposición, a las circunstancias de una causa o al deber de la melancolía: a un significado que constriñe su ejemplo y perturba su puro y radical no ser. Pero su nunca es hoy todavía. Un azul sin recovecos, en el que caben la desolación y las gaviotas, se detiene en el sepulcro, como algunas luciérnagas, como las hojas caedizas. Hay una sombra entera, una emulsión de herrumbre y buganvillas, que se derrama en el rectángulo: la realidad que proclama carece de enseñas. Un gris desembarazado aúna el exilio y la quietud. Es la página en blanco de la muerte, donde se consigna la determinación irrazonable de vivir. Perdura el renquear de las ambulancias, el siseo oclusivo del enfisema, la madre que lo ha parido y a la que ha visto morir, entre los miasmas de la locura, la madre muerta. En una fatídica coincidencia, iba ligero de equipaje: lo había perdido en el caos de la huida de Barcelona, entre columnas de refugiados que atestaban las carreteras y ametrallamientos aéreos que no distinguían entre combatientes y civiles; solo conservaba un maletín, con un puñado de tierra española, y papeles arrugados en los bolsillos, que se aferraban a aquellos días azules –a pesar de las salpicaduras de la sangre– y a aquel sol de la infancia. No hay nada que comprender, salvo su muerte abrumadora; no hay nada que corregir, salvo las guirnaldas de las fotografías y los poemas, emocionados pero obtusos: los espantajos de la ideología. Su descanso ha de ser perfecto, sin aplausos, sin arquitectura, como arrojado a una dehesa interminable, a unos campos, lamidos por la reja del amor, cuyo polvo es fértil, junto a los sillares negros del torreón y a las almenas rojizas de la fortaleza, en este otro cementerio donde el mar siempre vuelve a comenzar. Aunque no puedan verse, los huesos brillan debajo. Fuera, bastan las luciérnagas".

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