martes, 3 de diciembre de 2013

Insumisión en Madrid

Ayer comí en el Santiago Bernabeu: fue como adentrarme en Mordor. Crucé las puertas del restaurante oriental al que me llevó Antonio, mi cuñado, y que tiene su sede en uno de los lados del estadio, como quien atraviesa las puertas de Tannhäuser. Luego, la verdad, nada en el local me recordaba el espíritu maligno que me rodeaba -los camareros, razonablemente asiáticos, guardaban una actitud inescrutable, unos gigantescos niños lamas rojos presidían el vestíbulo de los ascensores, la comida tenía curry y salsas agridulces-, pero no pude evitar un sentimiento de inquietud durante todo el almuerzo: no comparte uno el espacio que ha usucapido varios años alguien como José Mourinho sin percibir las vibraciones diabólicas del lado oscuro de la fuerza. (En el baño de caballeros, no obstante, algo resultaba asesino: un falso techo caía a medio metro de la puerta, de forma que, si entrabas sin haber encendido todavía la luz, o incluso habiéndolo hecho, era muy probable que te hicieras una tonsura, y hasta una lobotomía, en ese instante; el canto de ese techo, de hecho, estaba repelado, tras tantos dolorosos cabezazos). Cuando me despedí de Antonio -un hombre que, pese a ser cuñado, es encantador, y que hace unos años escribió una estupenda novela fantástica, Don-, decidí acercarme a la librería Hiperión, que ha sido recientemente remodelada, y que siempre ha sido un punto de referencia, para mantenerme al tanto de la actualidad poética (y también de la inactualidad: en su fondo se encontraban libros inhallables en casi cualquier otra librería), cuando vengo a Madrid. La visita, sin embargo, me defraudó. Para empezar, no estaba Susana, otro ser encantador, como Antonio, pero a cuyos encantos añade el de ser mujer, con el que siempre era un placer charlar, aunque no se comprase ningún libro. Luego, la transformación de la librería ha sido para peor, en mi opinión. Ha desaparecido el revistero, aquel rincón por lo general polvoriento, pero en el que no pocas veces se podía encontrar el número atrasado de una colección que nos interesaba o el más reciente de una cabecera a la que merecía la pena seguir la pista. Luego, aquella magnífica sucesión de libros de o sobre poesía que ocupaban todas sus paredes ha quedado reducida a dos estanterías: una destinada a los libros de la propia editorial Hiperión y otra, a todos los demás. Una tercera parte se reserva ahora para la novela y sus novedades -algo que puede encontrarse fácilmente en cualquier librería literaria, y hasta no literaria, del país- y otra, en fin, al "Departamento anticuario", un eufemismo embellecedor -como llamar a la panadería "boutique del pan" o al peluquero, "escultor capilar"- que no oculta el hecho de que allí se apilan libros viejos, mayoritariamente sobre filosofía, política e historia, que tienen, para los letraheridos, muy poco interés. Y ya está. Entre las paredes flotan varias mesas, con escaso bagaje, que no mitigan la sensación de desolación. Solo he encontrado dos cosas con algún atractivo: una edición facsímil de Mosaico, de Emilio Prados -uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, arrumbado por la publicitad grandeza de sus compañeros de generación-, y El jardín mojado, un poemario de Juan Cobos Wilkins, publicado en una colección extinta, con uno de esos nombres inverosímiles que solo se dan en las colecciones de poesía, Dendrónoma, y compuesto por poemas ilustrados y encartados en un separador raído. No son demasiado caros, y me duele dejar la librería sin haber comprado nada: sería como un fracaso sentimental. Tras la Hiperión, me dirijo a La Central de Callao, donde presentamos hoy Insumisión: será el último acto de esta rara tournée poética española. La cosa se desarrolla en la cripta, una suerte de catacumba, estrecha y de ladrillo, a la que se llega por unas escaleras no menos claustrofóbicas. Pero el lugar no carece de encanto, ese encanto recogido, casi iniciático, que tienen las actividades insólitas, como leer -y escuchar- versos. María Cobo, un ser angelical y eficacísimo, en representación de la editorial, introduce el acto, y, a continuación, José Antonio Llera me presenta, con la solvencia, en el contenido y en la dicción, que le da ser profesor de la Universidad Complutense, y hombre habituado a reflexionar en público sobre la poesía. Yo leo tres poemas, los mismos que leí en Barcelona. Me habría gustado incorporar alguno nuevo a la lectura, como "Elogio del jabalí" -al que José Antonio alude en su introducción-, pero, igual que me pasó en Barcelona, la asistencia a la presentación de personas muy queridas y muy católicas me hace considerar inadecuada esa opción. El poema está, existe, y me satisface mucho, pero siento que sería una crueldad innecesaria (si es que no todas las crueldades lo son) recitarlo ahora. Entre el público están Marta Agudo, delicada, atenta, siempre fraternal; Óscar Curieses, con el que comparto una amistad que se nutre tanto de la afinidad estética como de una profunda comunión personal; Juan Manuel Macías, que ha venido, griposo, desde Cercedilla, y que luego, en la cerveza posterior al acto, se explaya sobre una de sus especialidades: las traducciones de los textos griegos clásicos, con las diferencias entre los metros utilizados por Agustín García Calvo y la prosa a que los vertió Luis Segalá y Estalella (y todos nos quedamos prendados de esos "tremolantes penachos" que lucían los héroes griegos, o de las "cóncavas naves" en que viajaban, consignados por Segalá); Isabel Huete, poeta, editora y mujer amabilísima; Alberto Chessa, un espléndido poeta joven, que, a La osamenta, el libro con el que obtuvo un accesit del Premio Adonáis en 2010, acaba de sumar un poemario igualmente seductor, En la radiografía apareció la piel; Andrés Catalán, otro autor joven, al que conocí hace algunos años en Salamanca, y cuya diligente traducción de Divinas comedias, de James Merrill, acabo de reseñar para Letras Libres; Santiago Serrano, un pintor extraordinario, con el que me honra haber colaborado en la edición de mi libro El desierto verde en El Gato Gris, la editorial vallisoletana de José Noriega; Julio Mas Alcaraz, que viene a toda prisa -y llega tarde, con cara de susto- de sus rodajes y sus Londres, y al que se me hace extraño ver aquí, rodeado de gente que habla castellano, y no entre las brumas británicas; Javier Lostalé, una de las mejores personas que hay en este mundo a menudo malévolo y siempre vanidoso de la poesía, que me regala su último libro, Quien lee vive más, una reunión de textos breves -de textículos- sobre el placer de la lectura; Juan Soros, el editor de Amargord, al que conozco esta noche y que me obsequia también con la última entrega de los Libros de la Resistencia, esa colección cuyo nombre es epítome de la única actitud digna que nos queda; Mario Martín Gijón, que repite asistencia, tras haber acudido también a la presentación de Insumisión en Barcelona, y cuya compañía siempre me conforta; Antonio Ortega, exento de afectación, divertido, entrañable; Pablo López Carballo, otro poeta joven y prometedor; y más personas a las que debería haber citado aquí, pero que ya no recuerdo. Esta reunión de amigos, sin embargo, este encuentro sencillo e infinitamente insignificante para el mundo, a mí no se me olvidará.

4 comentarios:

  1. Yo, ya he releido "Elogio del jabali", rebueno!
    Podrias decirme cuales fueron los tres poemas que leiste?
    Gracias
    Un abrazo

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    1. Querida Amelia:

      Me alegro de que "Elogio del jabalí" te haya gustado. Los tres poemas que leí en Madrid fueron: "Cada cosa tiene forma de sí y de algo desconocido...", "Yo no esperaba el beso de mi madre..." y "No sé de dónde vienes...".

      Te mando, como siempre, un beso grande.

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  2. Hola Eduardo: Ya había leído, ahora releído, esos poemas; el primero me parce fantástico, sublime; cuando leí el segundo, me vino a la memoria u librito pequeño que se titula "El Beso", de Ivan Cotroneo, en realidad son tres historias, pero rápidamente recordé el inicio del tercero: "Cuando mi padre me despierta, siempre lo hace igual, sin hablar", me produjo tanta tristeza, que no lo olvidaré.
    Por alguna razón, alguos de tus poemas me han llevado al libro "El silencio del cuerpo" de Ceronetti, hay una cita de Gracián en el mismo, que dice: ¿Cuál puede ser una vida que comienza entre los gritos de la madre que la da y los lloros del hijo que la recibe?

    Por qué no gritamos, por ejemplo, ante esa Ley de Seguridad Ciudadana?

    Yo, al igual que tú, estudié Derecho y a él me dedico, y creo en la Justicia.

    Un abrazo, o mejor dicho, un beso de buenas noches.

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    1. Querida Amelia:

      No conozco ni "El beso", de Cotroneo, ni "El silencio del cuerpo", de Ceronetti, pero me haré con ellos. Gracias por las referencias. Si para algo sirven los blogs, además de para desahogarnos, es para intercambiar informaciones, inteligencias: para conocer otros libros y otras sensibilidades. Celebro que la tuya me acompañe tan amistosamente.

      Yo también te mando un beso grande, aunque aquí todavía no sea la hora de acostarse.

      Eduardo.

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